viernes, 24 de diciembre de 2010

Una historia de navidad

Diecinueve de diciembre de 1936.
Nevaba en Minas de Hellín. Lola estaba a punto de salir de cuentas, pero era tal el deseo de ver a su marido, al que no veía desde el verano, e intentar compartir con él el trance de alumbrar una nueva vida, que desoyendo los ruegos de su familia, recogió en un gran fardo la ropa imprescindible, la manta, un montón de tiras de sabanas viejas a modo de pañales, y con una cesta de mimbre en la mano, de aquellas que llamaban “de ferroviario”,  con alimentos para el camino, se subió al tren en Hellín con un billete hasta Alcázar de San Juan,  encomendándose por dentro a la Virgen del Rosario, mientras apretaba contra su pecho la taleguilla con el poco dinero que pudo disponer para el viaje, y un salvoconducto expedido por la comandancia militar de Hellín, en el que podía leerse: “Autorización para realizar el trayecto Albacete-Alcázar-Peñarroya, hasta zona de guerra de los Pedroches”, expedido a nombre de Dolores Fuentes López, de veinticuatro años, natural de Minas de Hellín (Albacete), estado: casada.
A pesar de la guerra, o precisamente, como consecuencia de ella, el tren iba abarrotado, apiñándose en los destartalados vagones, soldados, milicianos, guardias de asalto, mujeres, niños, gallinas, maletas, colchones enrollados, y cestos a buen recaudo de curiosos, con legumbres y embutidos, hurtados al control de los policías de retaguardia. La lluvia golpeaba en los cristales, y la falta de calefacción se compensaba con las apreturas entre los viajeros, lo animado de los bulos y rumores, pero sobre todo, con la ilusión de ver pronto a su Pedro de su alma, del que la única noticia que tenía, era la carta que por septiembre le escribió, por la mano servicial del miliciano de la cultura de su compañía.
Viendo su estado, los compañeros del departamento se prensaron un poco más, para no molestar al abultado vientre de Lola, dirigiéndole frases de ánimo y hasta ofreciéndole -solo a élla- algunas de las pocas viandas de las que, casi con pudor, iban consumiendo a lo largo de un viaje, que parecía hacerse interminable por las  innumerables paradas, bien para dejar pasar a trenes militares, o para recargar de presión las calderas de la vieja locomotora, obligada a un esfuerzo casi imposible.
Alcázar, Manzanares, Ciudad Leal, Almorchón… de pronto, alguien gritó: “¡Aviación, aviación!”, mientras el tren se detenía bruscamente en el caos más absoluto, los vagones se desalojaron en medio de gritos, lamentos y maldiciones, aprisionándose los viajeros en las puertas, soltando los más débiles, paquetes y maletas que no podían llevar consigo, ante el riesgo de que las bombas les viniesen encima, en su empeño por  conservar sus pequeños tesoros de subsistencia. Falsa alarma. Lola se había llevado el susto más grande su vida; nunca olvidaría las expresiones de enfado o las lágrimas de los que, al regresar a su vagón, echaron de menos algún cesto o maleta. Por suerte, algunos de sus acompañantes abrieron paso a Lola hasta la puerta al escucharse la alarma, sin que hubiese peligrado con tanta carrera, la criatura que llevaba dentro. El tren arrancó de nuevo, mientras los pasajeros oteaban el cielo nublado, temerosos de que los aviones facciosos se fijasen en aquel tren renqueante, que intentaba atravesar las sinuosidades de la Sierra Morena, estacionándose en los túneles de día y reemprendiendo la marcha al oscurecer. Habían transcurrido dos días desde su partida de Alcázar de San Juan.
Veintiuno de diciembre.
A la lluvia sucedía ahora la nieve, visible en los montes circundantes. Las mantas pronto comenzaron a salir de los fardos y maletas, para protegerse del frío siberiano que entraba por todas las rendijas. Lo abigarrado del pasaje, no permitía a Lola abandonar su asiento para estirar las piernas en las estaciones, por miedo a perderlo, salvo en contadas ocasiones, gracias a personas compasivas que se lo guardaban, intentaban hacerle menos incómodo el viaje; entonces, aprovechaba para abrir la cesta de mimbre, lejos de miradas ajenas para comer algo, más pensando en su bebé que en élla misma y reservando para Pedro, los fiambres que su madre y su suegra, le habían preparado con tanto amor y cuidado.  El tren pasó casi todo el día, parado ante la boca de salida de un túnel, mientras los pasajeros se entretenían en levantar la vista, divisando el paso de aviones que andaban buscándolo, sin duda.
Veintidós de diciembre.
“¡Peñarroya-Pueblo Nuevo!”, final de trayecto. Más al sur, se interrumpía la línea por el frente. Estando instalado en la población el mando republicano de un importante sector estratégico, la pequeña estación estaba sumida en un compacto hormigueo de militares y civiles, bultos, pertrechos de guerra, mulos, carros y camionetas. Cientos de personas se movían de un lado para otro, con expresión de saber bien a donde dirigirse, todos, menos aquella joven embarazada que preguntaba con angustia a todo el mundo “¿Alguien sabe como llegar a Los Pedroches?”, recibiendo siempre una respuesta negativa. Poco a poco, la estación se fue despejando, mientras una lluvia intensa y helada, convertía en un barrizal la explanada, en donde un grupo de milicianos, terminaban de cargar la última camioneta con cajas de munición y barriles de vino. Al reparar en aquella muchacha solitaria, el militar que dirigía la operación, le preguntó qué hacía allí en aquel estado. “¿Los Pedroches?, ¡pero si nosotros vamos allí, venga, suba a la cabina!”. Lola vio el cielo abierto y agradeció secretamente a la Virgen del Rosario, aquel nuevo favor, mientras pasaba bajo el toldo a los soldados, el empapado fardo con sus pertenencias.
“Me llamo Vicente y soy de Valencia”, se presentó el joven militar. Lola le correspondió contándole entonces el motivo de su viaje. En cubrir el largo viaje por infernales caminos bacheados y embarrados, se invirtió casi hasta el atardecer mientras Lola, apretada entre Vicente y la caja del motor, se sujetaba amorosamente el vientre, mirando de reojo al oficial, que la observaba sonriente y la animaba de vez en cuando. Entre zarandeos y paradas sin cuento, se hizo de noche, alojándose precariamente en una venta del camino, pues en Pozoblanco, no cabía ni un alfiler.
Veintitrés de diciembre.
A media tarde, por fin la camioneta llegó a Pedroche, primer pueblo de la comarca cordobesa de Los Pedroches, subiendo a duras penas las últimas cuestas, hasta llegar a la plaza de Ayuntamiento. Ya no llovía y Lola esperó sentaba frente al ayuntamiento, en donde se había instalado el mando militar de aquella zona. Bajo aquel sol tibio, recordaba las últimas palabras del oficial republicano “Voy a mirar a ver si alguien conoce el destino de su marido”. No hubo de esperar demasiado, pues al poco salió el teniente con una abierta sonrisa: “Ha tenido suerte, su marido está aquí cerca arrestado y veré para que mañana lo dejen  venir a verla”. Tras tantos días de ansiedad, cansancio, ilusión y angustia, Lola sintió ahora una alegría indescriptible. “Vamos a la plana mayor, que veremos de alojarla como se pueda”, dijo Vicente. Y allí pasó aquella noche, en un almacén, entre envases de madera y fardos de paja, sola, pero dando gracias y disfrutando de aquella bendita casualidad, como si del más cómodo y elegante dormitorio se tratase. Por fin pudo dormir tranquila, sin otra zozobra que la incógnita de aquel futuro presidido por los avatares de la guerra.
Veinticuatro de diciembre. Nochebuena.
Mientras en el exterior seguía nevando intensamente, se abrió la puerta y una voz conocida la despertó, era Pedro.
Castigado a quince días de “recargo en el servicio mecánico” por dormirse en una guardia, eufemismo que equivalía a trabajar cortando leña todo el día, mientras el frente estuviese tranquilo, su capitán le había permitido pasar un día entero con su mujer, al enterarse de su estado. Pasaron todo el día abrazados, casi sin poder decirse nada, tal era la emoción que ambos sentían al verse tan cerca, por primera vez desde que comenzó la guerra.
Aquel gélido día, Pedroche era un hervidero de actividad, porque se esperaba una ofensiva fascista, y todas las casas estaban ocupadas con soldados y milicianos en reserva. Pedro y Lola, anduvieron buscando con angustia un lugar en donde pasar la noche, cuando ésta comenzó a sentir las primeras señales de un parto que podía estar cerca. Al encontrarse casualmente con el teniente de la estación de Pozoblanco, y enterarse del problema, éste desalojó un pequeño granero en donde descansaba un pelotón de milicianos, y mandó a avisar al alcalde para que alguien del pueblo ayudase a Lola en el parto. Después todo sucedió muy rápido; la oportuna colaboración de varias mujeres del pueblo, afanándose en una labor para  la que estaban acostumbradas, produjo el pequeño milagro; el primer llanto del bebé llevó la tranquilidad a todos, y una felicidad infinita invadió a Lola, al tener entre sus brazos aquella tierna criatura, y al tener su lado a su marido, contemplando a ambos  contenta, tras un parto rápido y feliz. Alguien entró en la estancia con una botella de anís, y aunque las normas del gobierno no veían con buenos ojos que se festejase la Navidad, todos se felicitaron, y pronto comenzaron a llegar vecinos y milicianos, compartiendo algunos dulces entre copita y copita, deseándose una feliz Nochebuena y brindando por la felicidad del niño y de los padres, y por una pronta victoria sobre los fascistas. No sirvió de nada que un miliciano entrase diciendo de parte del sargento, que cantasen otra cosa que no fuesen villancicos, o que lo hiciesen más bajo, porque finalmente en aquella sala de parto improvisada, todos cantaron a plena voz a la Navidad, al niño Jesús y a los ángeles y pastores. El sargento cruzaría los dedos para el comisario no se enterase.
Noviembre de 1997, sesenta y un años después.
Sentado ante una grata chimenea de la casa de Dolores, en la diputación de Zarcilla de Ramos, Lorca, recordaba con emoción y haciendo gala de una memoria prodigiosa, hasta los más mínimos detalles de aquella Nochebuena en Los Pedroches. Aquella madrugada voces de alerta sonaron por todo el pueblo: “¡A formar, los fascistas atacan! ¡Generala, generala!”. Lejos se veían los resplandores y se escuchaba el trueno de las explosiones, llenando la noche azulada por la nieve, de negros presagios. Pedro se abrazó a Lola, entre lágrimas y palabras de ánimo y esperanza al despedirse apresuradamente, y allí quedaron Lola y Pedrito, rodeados de aquellas matronas serviciales, intentando consolarla con la esperanza de que pronto terminase aquella maldita guerra, para que pudieran reunirse de nuevo en paz.
La guerra acabó tres años más tarde.
Aquella Nochebuena, la de 1936, sería última vez que Lola tendría a Pedro entre sus brazos. Muchos años más tarde, sabría que cayó abatido por una bala fascista, en algún lugar de la comarca de los Pedroches. Dolores volcaría toda su pena y todo su amor, en sacar adelante a Pedrito, y hacer de él un “hombre de provecho”, el mismo que se despidió de mí con un fuerte abrazo, sin poder contener las lágrimas, después de haber escuchado conmigo aquel relato inolvidable de su madre.
Los miré por el retrovisor al dejar atrás el pueblo. A mí también la vista se me nubló.
Una historia de Navidad.
Floren Dimas (historiador y memorialista)
Lorca, 22 de diciembre de 2010
Nota.- Este relato, a modo de “crismas navideño” histórico-literario, recoge un testimonio real aportado hace muchos años, por alguien que ya no está entre nosotros, una experiencia que quisiera compartir con todos mis amigos, habiendo intentado recoger lo más fielmente la historia tal y como me fue contada, encuadrándola en los acontecimientos históricos lo más exactamente posible, siendo posible que en algún detalle que espero no sea esencial, se desvíe de la topografía y la cronogía de los hechos.

Floren Dimas (historiador y memoralista)

Aportado por: trankilo-

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