lunes, 7 de febrero de 2011

Reflexiones sobre el sexo

No quiero poner en duda los cálculos a los que han llegado los maestros del psicoanálisis sobre el despertar de la conciencia sexual en los niños. Pero creo que los niños que proporcionaron el material experimental a los primeros psicoanalistas fueron muchachos racialmente diferentes, y diferentes en sus relaciones también ante las caricias y encariñamientos permisibles en mi familia. Lo que ellos dicen puede ser verdad con respecto a los judíos austriacos y levantinos, y no serlo con respecto a los niños ingleses o irlandeses. No puedo recordar no trazar ninguna continuidad entre mis reacciones físicas infantiles y mi vida sexual personal. [...] Yo no puedo denunciar ninguna afición maternal, ningún complejo de Edipo, ni nada semejante en mi constitución. Los besos de mi madre fueron actos significativos, expresiones y no caricias. Cuando era niño, yo no encontré que los besos de mi madre, siempre honesta y correcta, tuviesen más significado sexual que una silla o un sofá de nuestra sala.

Es perfectamente posible que, mientras en los europeos del sur y del este haya una directa continuidad de la subconsciencia sexual que va de padres a hijos, debido al hábito sostenido de caricias e intimidades, el proceso sexual de los europeos del norte y del oeste y de los americanos se alce de novo en cada generación [...] De cualquier modo yo estoy convencido de que mi vida sexual comenzó con la admiración inocente y directa de los cuerpos hermosos, tal como se me aparecían en las ilustraciones de Tenniel en Punch, y que mi primer indicio de deseo fue provocado por ellas y por las reproducciones de la estatuaria griega que adornan el Palacio de Cristal (ver la entrada anterior).

Es verdad que yo comencé a adorarlas de una manera casi infantil, pero eso no implica continuidad de experiencia. Cuando me iba a la cama solía apoyar mi cabeza en sus grandes brazos y en sus pechos. Me tomaban en sus brazos y yo las abrazaba también. [...] No crteo que mi interés por esa época fuese completamente heterosexual. Mi mundo estaba tan vestido y tan cubierto, y las reglas de la decencia estaban tan bien establecidas en mí, que ninguna revelación del cerpo eran excitantes.

Cuando ya tuve pantalones cortos [hacia los 7 u 8 años; hasta entonces usaba vestidos] y supe leer, me enviaron a una escuelita particualr de High Street, en Bromley, para niños de 7 a 15 años, y allí, de mis compañeros de escuela, de los que mi madre me había separado, aprendí rápidamente, de un modo grosero, "los hechos del sexo" y todas esas groseras palabras que los expresan.

El choque de estas revelaciones groseras del aparato del sexo con mi admiración secreta de la belleza corporal de las mujeres y con este orgullo personal de mi mismo determinó en gran parte mi desarrollo mental y tal vez físico también. La masturbación en cierto grado es un elemento normal al surgir el sexo; pero por aquellos días esto se ocultaba apasionadamente en el mundo de habla inglesa. Sin embargo, ningún individuo normal se escapa de esto cuando se siente agitado por el advenimiento de la adolescencia. Para mi generación apareció como un descubrimiento horrible, asombroso, que nos llenaba de perplejidad. En muchos niños y niñas se localizó en las partes más inmediatamente afectadas y ejerció una fascinación avasalladora. La escuela tenía si exhibicionista, que corría una manera de murmullos y risitas. Entre los pensionistas que dormían juntos en una sola cama había sin duda cierta homosexualidad inocente e institucional. Personalmente me recaté de toda clase de felicismo. No comencé a masturbarme como resultado natural de la adoración de mis divinidades. Tuve, por decirlo de alguna manera, un amor unilateral con mi cama.

Nunca le dije a nadie nada de esto, porque estaba avergonzado y temía el ridículo o la reprobación indignada. [...]

Y así fue a la edad de 7 años (cerca ya de los 8), cuando fui por vez primera a la Escuela de Morley en High Street, siendo un niñito de cara pálida, con delantal de holanda y una mochilita verde para llevar los libros, tenía ya entre mí y mi negro Dios protestante un mundo amplísimo de montañas nevadas, de regiones árticas, de maniguas tropicales, de praderas, desiertos, mares inmensos, ciudades y ejércitos, indios, negros, islas salvajes, gorilas, carnívoros enormes, elefantes, rinocerontes y ballenas, sobre el cual yo podía hablar libremente, y bajo este mundo frío y extraño de diosas y señoras sin nombre, del cual nunca dije una palabra a nadie.

Aportado por compinchados

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