lunes, 27 de febrero de 2012

HG Wells y la imaginación científica

Una de las aves más raras de la literatura es el científico que escribe novelas. En la corriente principal de ficción, es prácticamente desconocido. Como Charles Percy Snow observó en Las dos culturas y la revolución científica (1959), la civilización moderna está dividida en dos: los científicos siguen un camino, los humanistas otro, y aquellos que quieren viajar por ambos (como el mismo Snow, un científico escritor de novelas), consiguen la condena de ambos.

Pero un grupo valiente de escritores permanecen a caballo entre las dos culturas, no importa la formación o lealtad de sus miembros, su arte es la ciencia-ficción, la ficción de la ciencia y su santo patrón es HG Wells.

Algunos pocos escritores de ciencia ficción son de buena fe hombres y mujeres de ciencia, como el bioquímico Isaac Asimov, los astrónomos Fred Hoyle y Carl Sagan, los físicos Gregory Benford y David Brin o la sicólogo experimental Alice B. Sheldon (mejor conocida por su seudónimo de James Triptee Jr.). Muchos otros no tienen ninguna competencia en ciencia en absoluto, o por curiosa deferencia por la tesis de Snow, pueden ser incluso hóstiles a la visión científica del mundo. Pero comparten con sus colegas científicos una fascinación, casi una obsesión, por los poderes de la ciencia.

El escritor prototípico de la ciencia-ficción, HG Wells - Brian Aldiss le llamó "el Shakespeare de la ciencia-ficción"- comenzó su vida adulta no exactamente como un científico, sino como un estudiante de ciencia, educado en la Escuela Normal de Ciencias de South Kessington, Londres, luego Instituto Imperial de Ciencia y Tecnología. Entre sus maestros estuvo TH Huxley, el apóstol principal de finales de la Inglaterra victoriana de la teoría de la evolución formulada por Charles Darwin y un defensor incansable de la ciencia y de la educación científica. Huxley y la teoría de la evolución impactó decisivamente en la mente del joven Bertie Wells. En los últimos años se han escrito volúmenes enteros sobre el fiero anclaje en la imaginación de Wells de la ciencia en general, y a la biología evolutiva en particular.

Este anclaje está bien ilustrado en La guerra de los mundos (1898), la novela que inspiró la infame versión que Orson Wells radió el día de Halloween 40 años más tarde. La guerra de los mundos, la novela de Wells, no la versión radiada de Orson Welles, puede ser interpretada de varios modos, como un cuento de terror, apocalipsis, fantasía política o una advertencia a una complaciente Inglaterra envuelta en el año jubilar de su 60 aniversario de su Reina Victoria. Evidentemente la novela debía algo al "cuento de la invasión enemiga", muy popular en Inglaterra desde 1871 en adelante después de la sorprendente derrota de Francia frente a Prusia el año anterior. Bernard Bergonzi ve la novela como un producto típico de la mentalidad del fin-de-siecle, que adoraba los pensamientos decadentes y disolutivos de la sociedad moderna y puede haber reflejado la mala conciencia de Wells como un inglés sobre los crímenes del imperialismo británico. También tiene mérito la sugerencia de Mark Hillegas de que La guerra de los mundos fue el primer experimento en la predicción de la viniente Gran Guerra de 1914-18, "una advertencia de los cambios en la vida humana que traerá consigo la nueva ciencia y tecnología".

Pero la mayoría de esto es especulación y retrospectiva. Todo lo que podemos decir con la certeza de la evidencia disponible es que lo más fuertemente enraizado en la mente de Wells a principios y mediados de la década de 1890 fue la teoría de la evolución y sus consecuencias sombrías sobre el futuro del Homo Sapiens. Rara vez, si alguna vez lo hizo, se refirió en aquel tiempo a las cargas del imperio o la amenaza sobre Inglaterra de agresores extranjeros o las perspectivas de un conflicto global en una era de gran auge de la ciencia y la tecnología.

La principal visión en el ojo del joven novelista fue la evolución: la lucha por la supervivencia, la transformación de las especies resultante del estímulo experimental, la amenaza de la extinción y la embriagadora (aunque también siniestra) idea de que la humanidad puede algún día volverse irreconociblemente "avanzada", todo cerebro y nada de corazón, como los marcianos de La guerra de los mundos. Cuando reflexionó sobre las cuestiones políticas, como la mayoría de sus contemporáneos, sus pensamientos se volvieron hacia la guerra de clases expuesta por los socialistas de su tiempo y dramatizada en dos de sus propias novelas de aquel tiempo, La máquina del tiempo (1895) y When the Sleeper Wakes (1899). Hay solo un débil eco de esas preocupaciones en La guerra de los mundos.

En el reciente estudio de Roslynn Haynes sobre Wells y la influencia de la visión científica del mundo en su pensamiento, ella va al meollo de la cuestión [graduada en bioquímica y en literatura, e interesada en las relaciones entre disciplinas distintas, publicó en 1980 su primer libro llamado H.G.Wells: Discoverer of the Future: The Influence of Science on his Thought]. Los marcianos [en las novelas de Wells] no son "malos", solo amorales y altamente eficientes. Sus máquinas de lucha son simplemente sus medios de captura de especies más vulnerables - una práctica que Wells compara con la colonización británica de Tasmania. La guerra de los mundos no proporciona ninguan respuesta.

Así es. No hay ninguna respuesta. Interpretados como pulpos fríamente malignos cuyo único alimento es la sangre de mamíferos, los marcianos llegan a Inglaterra con su tecnología abrumadora. Ellos tratan a los seres humanos como la fauna comestible, apta solo (una vez sometida) para la domesticación como ganado salvaje. Uno o dos de los marcianos son muertos por sus víctimas en estampida, pero los humanos restantes se ponen en línea, y al final lo único que detiene a los invasores es otra fuerza de la naturaleza: las bacterias que infestan la Tierra, para las que los marcianos no tienen ninguna inmunidad. En palabras de Frak McConnell, La guerra de los mundos es literalmente "una guerra de mundos", de ecologías en competencia, una pelea darwiniana hasta el final, en el que no el mejor, pero si el más fuerte (la bacteria terrestre) gana. En este sentido "el triunfo" de la humanidad es totalmente fortuito, un subproducto del verdadero triunfo de los micro organismos terrestres.

En muchos de sus trabajos posteriores, Wells llevó la lógica de sus obsesiones biológicas un paso más lejos, y trató de recomendar estrategias al Homo Sapiens que evitarían la extinción de las especies sin necesidad de recurrir al deux ex machina del micromundo bacterial. Los seres humanos, usando su inteligencia, su conocimiento de la inteligencia, ellos mismos y sus posibles descendientes, podrían evadir la destrucción estableciendo un estado mundial racional dirigido por científicos e ingenieros.

Pero Wells no tenía ninguna duda que este mundo sería dudoso hasta el final. Basándose en su entrenamiento científico y sus intuiciones de novelista de la naturaleza humana, anticipó mucho de los horrores del nuevo siglo en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial: la movilización de las economías para la guerra total, tanques y aviones con bombas, armas nucleares (a las cuales él fue el primero en llamar “bombas atómicas”), gas venenoso y armas de rayos (ambas aparecieron en La guerra de los mundos), y el aprovechamiento de las tecnologías modernas por superestados totalitarios para destrozar la privacidad y la libertad. Nada de esto fue previsto por lo Zamatins, Huxleys y Orwells de generaciones posteriores, sino por Wells de la ciencia-ficción y los estudios del futuro humano que él publico antes de 1914

II

Su preocupación en todos sus trabajos fue el impacto de la civilización en el vertiginoso progreso científico y técnico. Una y otra vez, Wells fue el primero en comprender las implicaciones de un avance dado, el primero para animar su aplicación o prever las consecuencias científicas que otros, menos familiarizado con la condición humana, fallaron en percatarse. No es sorprendente que comenzara pronto su carrera para pedir una ciencia del futuro, una investigación disciplinada en la forma de lo que vendrá, que permitirá a la humanidad hacerse con el control de su propio destino. Todos los futuros contemporáneos rastrean sus orígenes hasta el welsiano Discovery of the Future, un librito publicado en 1902 y que ha sido citado casi con reverencia en los trabajos de diversos futuristas de hoy.

Mucho más tarde Wells llegó a sugerir el nombramiento de "profesores de prospectiva" y creación de "Facultades y Departamentos de Prospectiva" para dar lo mejor de sí para anticipar y preparar las consecuencias de la abolición del espacio y el tiempo hecho posible por la tecnología moderna. En su lucha por salvar a la humanidad de los crecientes peligros que acechan en la oscuridad sin control, la única arma eficaz era la ciencia misma, la planificación racional del futuro por expertos entrenados científicamente. Fue la manera de Wells -y él lo sabía- de poner al día el sueño de Platón de los reyes-filósofos.

A nadie le extraña que muchos de los más devotos fans de Wells a lo largo de su prolongada carrera literaria fuesen ellos mismos científicos. Muy pocos eran amigos personales y en algunas ocasiones colegas suyos (Julian Huxley, biólogo y y GIP Wells, zoólogo y su hijo mayor) quienes colaboraron notablemente con el escritor en La ciencia de la vida [The Science of Life (1930)].

Entre los admiradores de Wells en la comunidad científica, dos sobresalen en particular. Ambos eran físicos, y ambos fueron inspirados en la ciencia ficción de Wells para hacer fatídicas contribuciones en sus campos de conocimientos especializados. Ambos hombres exhibieron, al igual que Wells, la sombrosa fertilidad de la imaginación científica. Ambos hombres fueron, como el mismo Wells, idealistas con una preocupación constante por el bienestar humano y las artes de la paz. Ambos hombres compartieron con Wells un única acción, la distinción de haber contribuido a marcar el comienzo de la guerra nuclear y a hacer posible la aniquilación rápida de toda la vida en la tierra.

El primero es Leó Szilárd, un físico nuclear judío-húngaro que trabajó en el proyecto Manhattan que daría lugar a la primera bomba atómica y que se inspiró en la lectura del libro de ciencia-ficción de HG Wells The World Set Free. Leó emigró en los 30 a los EEUU, trabajó con Enrico Fermi para desarrollar el primer reactor nuclear auto-sustentable alimentado con uranio y persuadió a Albert Einsten para tomar la iniciativa que desembocó en la primera bomba atómica de 1945.

La historia se ha repetido más de una vez, pero vale la pena contarla otra vez más. Slizárd estaba familiarizado con los escritos de Wells en sus primeros años y se encontró con Wells brevemente en 1929. Admiraba tanto la ficción de Wells como sus planes para salvar el mundo. En 1932 cuando vivía en Berlín, se produjo una nueva edición alemana de una de las novelas de Wells con menos éxito, The World Set Free (El mundo en libertad). Escrita en 1913 y publicada al principio del año siguiente en forma de libro, The World Set Free tomó como premisa central la especulación de que la radioactividad podría proporcionar una fuente inacabable de energía y también los medios de destruir a la raza humana. La novela fue dedicada a un libro de Frederick Soddy, en el cual el químico británico había contado su investigación sobre los isótopos radioactivos, investigación que le valió el Premio Nobel. Este científico fue el que formuló el concepto de isótopo al afirmar que ciertos elementos existen en dos o más formas diferentes con pesos atómicos diferentes. La mayoría de los elementos de la tabla periódica son isotópicos, como el ozono (O3), forma isotópica del oxígeno (O2). Los isótopos sólo difieren en el número de neutrones. Pero tanto el ozono y el oxígeno son estables. Si la relación entre el número de protones y de neutrones no es la apropiada para obtener la estabilidad atómica, nos encontramos ante un radioisótopo o isótopo radioactivo. Soddy demostró que el uranio se transforma en radio. Algunos de los radioisótopos tienen un período de desintegración muy largo, lo que tiene alguna utilidad científica, como uno de los radioisótopos más conocidos, el carbono-14, base de la datación por radiocarbono. Pero este es un descubrimiento posterior a Soddy.

A partir de la escasa materia prima suministrada por Soddy sobre la radioactividad, Wells creó un cuento asombroso sobre reactores nucleares generando vastas cantidades de energía y la configuración de la bomba atómica en base a un elemento conocido como Carolinum (similar al plutonium de la investigación de Soddy). Las bombas fueron lanzadas desde aeroplanos en una gran guerra que estalló en 1958 y destruyó muchas de las ciudades del mundo. Los supervivientes volvieron en razón y forjaron un Estado Mundial. Pero lo que se le pega al lector en su imaginación es la fuerza con la que Wells describe la ruina atómica, no muy diferente de la devastación creada en Londres por los marcianos de La guerra de los mundos.

No es que The World Set Free sea ni remotamente una obra de arte. Escrita a toda prisa, carece de las bonitas figuras de La guerra de los mundos. Sin embargo, las implicaciones científicas nunca fueron tan fuertes. Y cuando Slizárd la leyó en 1932, "me hizo una impresión muy fuerte", según escribió en sus memorias. En el mismo año, en una conversación con un welsiano alemán llamado Otto Mandl, incluso llegó a la conclusión de que debería dedicarse a la física nuclear y descubrir la fuente del poder que capacitaría a la humanidad para viajar a otros mundos. Pero durante un año las semillas plantadas en la mente de Slizárd por The World Set Free permanecieron latentes.

Luego, en septiembre de 1933, en una de esas prolongadas doble tomas que suelen dar a grandes descubrimientos científicos, Slizárd estaba caminando por una calle de Londres. Cuando se paró en un semáforo en rojo: "De repente se me ocurrió que si pudiera encontrar a un elemento que se divide por neutrones y que emitiera dos neutrones cuando absorbe uno, semejante elemento, si se monta en una masa suficientemente grande, puede sostenerse una reacción nuclear en cadena."

En no más del tiempo necesario para que una luz roja se vuelva verde, la energía atómica había nacido.

Y con ella la bomba atómica. A diferencia de la mayoría de los científicos que investigaban la radioactividad, Slizárd percibió que una reacción nuclear en cadena podría producir armas así como generadores. Después de investigaciones posteriores, tomó sus ideas para una reacción en cadena y fue a la Oficina Británica de la Guerra, más tarde el Almirantazgo, para mantener la noticia fuera del alcance de la comunidad científica en general. "Sabiendo lo que [la reacción en cadena] significaría", escribió —y lo sabía porque lo había leído de HG Wells— "no quería que esta patente fuese pública".

También en 1934, Slizard trató de interesar al fundador de la British General Electric Company, sir Hugo Hirst en la posibilidad de las aplicaciones industriales de la energía nuclear. Para apoyar su argumentación, incluyó en su carta unas pocas páginas relevantes de The World Set Free esperando que las previsiones de Wells fuesen más acertadas que las previsiones de los científicos, muchos de los cuales, en aquel tiempo, negaban rotundamente que la energía obtenida de la fisión nuclear fuera viable y utilizable. Slizard se sumió profundamente en la investigación nuclear en los años siguientes. Como es sabido, fue él quien le pidió a Einstein firmase en su nombre la carta que le mandó al presidente Roosevelt en 1939 urgiendo al gobierno estadounidense a desarrollar una bomba atómica antes de que lo hicieran los nazis. El científico alemán Otto Hahn dividió el átomo de uranio en 1938. El trabajo fue lento al principio, pero en su momento, la iniciativa de Slizárd dio sus frutos y la bomba frustró los planes para una conquista del mundo matando a miles de civiles en el otro lado del globo. La información proviene de Genius in the Shadows: A Biography of Leo Szilard, by William Lanouette, pg. 198-212.

El Proyecto Manhattan fue tomado tan en secreto que los científicos que en él trabajaban sólo conocían su parte del proyecto. Slizard pensaba que este secretismo estaba ralentizando el proyecto (él temía que los nazis se adelantaran, no en vano era judío y había conocido a los nazis en Alemania). Esta política fue pronto reconsiderada de tal modo que muchos científicos pudieron discutir los detalles del mismo entre ellos.

Cuando la derrota de la Alemania nazi se aproximaba en la primavera de 1945, Slizárd empezó a cuestionar la necesidad de la bomba atómica. Hasta entonces, él se había dejado llevar por el miedo de que los alemanes se adelantasen en la consecución de la bomba atómica antes de que los aliados pudiesen usarla como autodefensa. Ahora la mayor parte del trabajo de los científicos de Chicago estaba hecho, y había más tiempo para pensar en las consecuencias de lo que ellos habían estado trabajando. Y nadie pensó más intensamente y por más tiempo que Leó Szilárd. Usando otra carta firmada por Einstein, Slizárd concertó una cita para el 8 de mayo con Eleanor Roosevelt. Él había planeado darle información que advirtiese al Presidente Roosevelt de la carrera de las armas nucleares si una bomba atómica fuera usada antes de un acuerdo de control internacional pudiera ser discutido con los soviéticos. Pero el 12 de abril el Presidente Roosevelt murió.

Un intento de acordar una entrevista con el Presidente Truman le condujo el 20 de mayo de 1945 a una entrevista con James Byrnes, quien pronto se convertiría en Secretario de Estado. Pero Byrnes se mostró completamente en desacuerdo con las opiniones de Szilárd.

Szilárd fue uno de los autores principales del Franck Report en junio de 1945. Este informe advirtió de que incluso si la bomba atómica ayudara a salvar vidas en esa guerra, el uso de la bomba atómica podría llevar a una carrera de armas nucleares, y posiblemente, a una guerra nuclear que tomaría muchas más vidas de las que fueran salvadas en la presente guerra. Después de la Segunda Guerra Mundial, Szilárd continuó sus esfuerzos para poner las armas nucleares bajo control. También fundó el Consejo para un Mundo Habitable, [Council for a Livable World] que continúa trabajando por la paz hasta el presente. Szilárd fue un convencido pacifista el resto de su vida hasta su muerte en 1964.

La historia de Szilárd y Wells no acaba aquí. Szilárd fue un completo welsiano, atraído no sólo por las profecías científicas de Wells, sino también por un nuevo orden mundial. Tan pronto como en 1930, él trató de organizar una liga de científicos e intelectuales idealistas, de los cuales saldría una cuasi-religión, cuasi-orden político capaz eventualmente de reemplazar al sistema parlamentario del capitalismo moderno con algo similar a la tecnocracia. Sus ideas corrían paralelas a, y fueron probablemente influenciadas por la noción de un nuevo Orden de los Samurais en la obra de Wells, A Modern Utopia (1905) y la llamada a una "conspiración abierta" de científicos y líderes de los negocios de todo el mundo abordada por Wells en su libro The Open Conspiracy: Blue Prints for a World Revolution (1928), que Szilard conoció y al cual a veces se refirió en sus últimos años.

La liga nunca se materializó excepto en un pequeño circulo de amigos y seguidores alemanes de Szilárd. Pero cuando su fama creció, Szilárd continuó sus esfuerzos en su país de adopción, los Estados Unidos. Lideró un grupo de científicos de la Universidad de Chicago opuestos al uso de la bomba atómica contra Japón, redactó una petición en ese sentido firmada por 68 científicos y dirigida al Presidente Truman en julio de 1945, pocos días antes de la primera bomba atómica dirigida contra seres humanos. Fue activo en lanzar el Movimiento Pugwash (Pugwash movement) en 1955. En 1962 organizó el Consejo para la Abolición de la Guerra (Council for Abolishing War) que desembocó en el Council for a Livable World ya citado. Este último es un grupo liderado por científicos que trata de presionar al Congreso de los EEUU y realiza campañas para el desarme nuclear y el control de estas armas.

Szilar murió en 1964 pero su labor continúa. Científicos están todavía creando nuevas armas nucleares. Otros cinetíficos, a veces los mismos, advierten a la humanidad de su amenaza. Esta macabra paradoja es más aparente que real. En ambos casos las mujeres y los hombres de ciencia actúan racionalmente, aplicando sus dones de la razón a la solución de los problemas pero en un contexto que el mundo irracional no comprende. Como el propio Einstein dijo de Szilárd en 1930 cuando este estaba intentando crear su Liga, Szilar era "un hombre excelente, inteligente pero quizás, como muchas personas como él, estaba inclinado a sobrestimar la importancia de la razón en los asuntos humanos".

III

El mismo patrón de inspiración, descubrimiento, aplicación a la guerra se repite en el idealismo humano en la vida de Robert Hutchins Goddard. Si Szilard fue el padre de la bomba atómica, Szilard fue el padre de la tecnología que ahora se usa para lanzar armas nucleares sobre sus objetivos, el misil propulsado. Y él fue también un ferviente welsiano.

En 1898 el joven Goddard que tenía 16 y vivía en Massachusetts, leyó Fighters from Mars, or The War of the Worlds, una adaptación de la novela de Wells serializada en el Boston Post. Asi como Orson Wells transfirió años más tarde a los marcianos de Wells desde Inglaterra a New Jersey, así el Post hizo lo mismo a los suburbios de Boston. Tal como escribiría años más tarde (1932) a Wells, la novela "causó una profunda impresión" en su imaginación en ciernes. En otra parte señaló que "el descubrimiento de los marcianos welsianos y su nave espacial fue un evento... que estaba destinado a proveerme de todo el material científico especulativo que yo podía desear... Se apoderó de mi imaginación enormemente. La maravillosa psicología de Wells hizo todo muy vívido y las formas y medios posibles para hacer realidad las maravillas físicas mantuvo mi pensamiento ocupado."

Pero no al principio. Las ideas prestadas por Wells fermentaron en su mente durante más de un año hasta que le llegó el momento de la iluminación. Cuando le llegó no estaba esperando la luz verde del semáforo sino en las ramas de un cerezo en su propio patio. El 19 de octubre de 1899 Goddard trepó al árbol y tuvo la visión de una nave espacial capaz de volar hasta Marte. En los años sucesivos llegó a considerar aquel momento como el que transformó su vida, y celebró el 19 de octubre como "el día del aniversario", visitando el viejo árbol para refrescar su memoria. También desarrolló el ritual de releer La guerra de los mundos, por lo general durante la temporada navideña. Sus cartas están llenas de referencias a las novelas y a varias obras de Wells, incluyendo Los primeros hombres en la Luna, En los días del cometa y Una historia de la Edad de Piedra.

Durante años Goddard trabajó en el desarrollo de un combustible líquido para cohetes, al principio con poco apoyo y estímulo. Ser le concedieron dos patentes claves en febrero de 1914,que contienen las características esenciales de todos los cohetes que siguieron. Más tarde ese mismo año quiso interesar a la Marina de los Estados Unidos en las aplicaciones militares de sus inventos, y en 1918 la Armada también se involucró brevemente en sus investigaciones. El bazuka (bazooka), no empleado en los campos de batallas hasta la Segunda Guerra Mundial, fue realmente un invento de Goddard de 1918 (en realidad se llegó a emplear en la PGM, pero la guerra acabó 5 días más tarde). En 1926 construyó y probó el primer cohete en el mundo alimentado con combustible líquido. Toda la moderna artillería de cohetes, aviones a reacción y, por supuesto, misiles balísticos deben mucho a los estudios de Goddard.

Pero a pesar de que Goddard trabajó de nuevo para los militares durante la Segunda Guerra Mundial, se desprende de sus escritos que el sueño que animó su investigación no fue la armamentística sino la astronautica espacial, la misma visión que provocó los trabajos paralelos en Alemania de Hermann Oberth y Wernher von Braun, visión que fue inculcada en Goddard al leer La Guerra de los mundos en 1898. Curiosamente Oberth fue influenciado al leer la novela de Julio Verne De la Tierra a la Luna, que llegó casi a memorizar, y von Braun al leer de joven novelas de ambos, HG Wells y Julio Verne. En 1932, como ya se ha indicado, Goddard reconoció su deuda en una carta de admiración a Wells. Otra carta siguió cuatro años más tarde felicitando a Wells por su 70 cumpleaños y adjuntando un informe sobre sus investigaciones más recientes. Irónicamente Wells había predicho el uso de misiles guiados en un debate radiado por la BBC justo unos meses después de recibir la primera carta de Goddard, aunque parece que no hubo ninguna conexión entre los dos eventos.

Goddard también compartió con Wells su humanismo y sus esperanzas de un brillante futuro hecho posible por la ciencia y los científicos. En 1932, en su carta a Wells confesó la mayor admiración por sus últimas obras, que "sin duda siento es mucho más importante que sus obras de los 90. Lo que encuentro más inspirado es su optimismo. Es el mejor antídoto que conozco contra la depresión que me viene a veces, cuando uno contempla la notable capacidad de chapucería del hombre y la naturaleza."

En 1941 añadió en una carta a un amigo. "Estoy de acuerdo contigo, y también con HG Wells, que debemos esperar a que la raza [humana] sea gobernada por la ciencia. Continuar con nuestras políticas de prueba y error puede ser desastroso".

¿Que conclusiones debemos sacar de todo esto? ¿Fueron Wells, Szilárd y Goddard tontos o sabios? ¿Demonios o ángeles? ¿Destructores o salvadores?

Realmente un poco de ambas cosas. Fueron seres humanos, haciendo lo mejor que sabían, soñando sueños de razón en un mundo irracional. Ellos también fueron no indispensables. La ciencia-ficción, reactores atómicos, bombas nucleares y cohetes hubieran existido con o sin HG Wells, Leò Szilárd y Robert H. Goddard. Quizás no tan pronto o de la misma manera. Pero no les podemos hacer responsables de lo que pasó.

Sin embargo, podemos aprender una lección valiosa de sus hazañas. La aplicación firme de la razón, la ciencia y la tecnología para el alivio del sufrimiento humano no es garantía de nada. Puede conducirnos a la ruina, al igual que los marcianos arruinaron Londres y perdieron sus propias vidas en el proceso, víctimas del hambre genocida de las bacterias terrestres carentes de cerebro. Los marcianos tenían "intelectos vastos, fríos y poco compasivos", muy lejos por delante de los del Homo Sapiens. Pero sus grandes cerebros no les salvó. Los problemas de la civilización moderna trascienden las categorías accesibles a la razón. En el análisis final la ciencia puede ayudar a la solución, solamente guiada en cada paso por los corazones, las voluntades y los espíritus de toda la humanidad.

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