domingo, 31 de julio de 2011

La vida de hortera

Es una cuestión abierta en mi mente si esta consternación que tan pronto experimenté por el oficio de hortera es la experiencia común de la juventud moderna de las clases menos afortunadas, o si debido a la iluminación de mis comienzos anteriores pude ver más lejos y más claramente que la mayoría de mis semejantes. Creo que un número considerable llegó a la misma conclusión bastante más tarde. Mi hermano Frank, después de quince años de ser bueno, dijo que no podía soportar más este tipo de vida y rompió con ella, como contaré más tarde. Mi hermano Fred se entregó a la religión de la sumisión, fue el chico bueno de los tres, y logró soportar el tedio de la rutina diaria durante la mayor parte de su vida.

Que porcentaje de los chicos que son obligados a ser aprendices de pañeros alcanzan un éxito relativo, es algo que ignoro, pero está más allá de toda duda que llevan una vida pobre, angustiada y carente de esperanza. Caradoc Evans, como yo mismo, fue un pañero, y la existencia que dibuja de la existencia de un pañero en las tiendas más bajas de Londres en Nothing to Pay es, sustancialmente cierta. Él habla de la irritación permanente y persistente, de los pequeños "spiffs" y las multas, de las intrigas y la adulación, las largas horas de tedio, los dormitorios miserables, la insuficiencia de la comida "economizada", los despidos repentinos, los terribles interludios sin empleo, con la ropa cada vez más roñosa y el pequeño goteo diario.


Spiff en inglés significa una comisión a porcentaje por vender géneros pasados de moda, prácticamente invendibles. Pagar spiffs era una actividad habitual en los comercios de telas de Inglaterra, y la condición de este se hacia constar en la etiqueta del artículo mediante un geroglifico indescifrable para el posible comprador. El mismo Wells se refiere en este libro a esta práctica, pero un artículo de Pall Mall Gazette de 1890 también habla de esta comisión (spiff en inglés). En esta y otras revistas escribió más tarde Wells cuando luchaba por hacerse un hueco como periodista.

En aquellos días no había seguro de desempleo ni retribución por despido. El empleado despedido debía vagar por las calles buscando un empleo de tienda en tienda, y si no conseguía pronto uno, le esperaban las calles, la miseria más absoluta y la mendicidad. Hyde era un patrón excepcionalmente bueno. Desde este punto de vista, el empleo era infinitamente superior a mi anterior "cuna" de Rodgers y Denyer, y sin embargo, todavía recuerdo esos dos años de encarcelamiento como el período con menos esperanza y más infeliz de mi vida. Yo estaba bajo contrato de cuatro años de duración, pero después de casi dos años, tomé el asunto en mis propias manos, me rebelé y declaré que, pasara lo que pasara, no iba a ser un vendedor de telas.

Sin embargo, nunca llegué a las peores experiencias de la vida de un asistente de comercio. Nunca supe como se sentía al estar afuera de la cuna [=por sin empleo] y nunca probé la absoluta sordidez del tipo de tienda que describe Caradoc Evans. Aprendí este tipo de cuestiones por mis hermanos y por los otros asistentes y empleados de Hyde. Lo que me abrumó fue el trabajo incesante y su falta de interés. Desconozco como el Estado moderno en su desarrollo va a resolver el problema del reparto del trabajo entre las distintas áreas de actividad, pero estoy convencido de que tendrá que hacer un reparto por períodos cortos, con menos horas o con semanas o meses alternados de trabajo, relevándose en el mismo, y que los períodos de descanso sean dedicados a la educación especial para proporcionales los nuevos métodos y novedades de la fabricación, por un lado, y el uso final de los bienes vendidos. De este modo el asistente se pondría detrás del mostrador o en el almacén con un sentido de la función en lugar de una sensación de rutina, de eludir sus obligaciones, de resentimiento y cansancio, realizando un trabajo rápido y sin ganas, y con ello se conseguiría que el trabajo le resultase más interesante y mejor hecho. Nada de esto me ocurrió.

La primera parte de este párrafo, donde habla del reparto del trabajo, está influenciado por las condiciones económicas de la sociedad de principios de los años treinta. En 1933 y principios de 1934, cuando Wells escribió este libro, el mundo occidental se enfrentaba al peor momento de la más profunda y prolongada crisis económica hasta la que se desató la actual en 2008. Esta es una de las pocas referencias escritas de Wells a la Gran Depresión. Muchos creen que como era un personaje rico, el tema ya no le interesaba. Pero esto es opinable. Lo que ignoro es si la propuesta de Wells sobre el reparto del trabajo y de intercalar períodos de trabajo con formación profesional es original de Wells o si recoge la opinión de algún círculo de intelectuales de los años treinta.

Nos saltamos unos párrafos en lo que Wells describe la rutina diaria de su trabajo, lo que comían, como eran las habitaciones en que dormían, etc., que resumimos en una entrada anterior, para traducir otro párrafo interesante:

A pesar de que empecé mi vida como ayudante de vendedor de telas de la mejor manera posible, a mi me pareció insoportable. Nunca era capaz de prestar atención. Tenía que estar continuamente prestando atención a cosas tan interesantes como alfileres, pasadores, papeles y paquetes. Si en un momento determinado no tenía nada que hacer, tenía que simular que hacía algo. Pero la emoción de un aprendizaje exitoso como el que había realizado en Midhurst, nunca se apagó en mí. Durante un tiempo, el latín, como para Hardy, Jude el Oscuro, era el símbolo de la emancipación mental. Intenté continuar con el latín. Quería prepararme para más exámenes. Mi mente ya no se escapaba con ensoñaciones [se refiere a su anterior etapa como hortera en Rodgers y Denyer], pero era raro que no estuviese con algún libro en el bolsillo que leía cuando debía estar sacando la pelusilla y doblando las mantas destinadas al escaparate de la tienda, y en vez de esto, leía el libro escondido detrás de una pila de telas de algodón, fuera del alcance de la inquisitorial vista del encargado de la tienda.

Se hizo evidente para aquellos que dispusieron de alguna autoridad sobre mi que yo era un trabajador distraído y sin voluntad [...] Casebow era un buen tipo, pero tenía que mantener una constante lluvia de "¡venga, rápido! ¡que diantres estás haciendo ahora! ¡que diablos estás haciendo aquí!" dirigidas a mí. Sobre él y sobre mi gobernaba el encargado de la tienda, el Sr. John Key [...] que solía llamarme de repente e incovenientemente: "Wells", preguntaba, "¿que está haciendo Wells? ¿Donde diablos está este chico ahora?".

"JK está buscándote", Platt o Rodgers me advertían. Wells aparecía virtuosamente activo detrás de un mostrador donde cinco minutos antes era invisible. "Aquí señor, estoy doblando estos mantones".

"¡Eugh!"

Mi vida se llenó de la cantinela de los Eughs del enojado Mr. Key.

[...] JK, que siempre estaba cerca de mí manteniéndome despierto, observaba todo el desorden en mi vestido y mi tardanzas en mi comportamiento, siempre presente con sus "Eughs" de desaprobación, era la viva picazón de mi servidumbre. En aquel tiempo le odiaba sin mesura. Y, sin embargo, ahora, cuando ya puedo emitir un juicio sobre él a través de un intervalo de medio siglo, veo que en realidad era un hombre excelente, muy ansioso de guiar mis pasos con éxito por el camino de la venta de telas y sin ninguna malicia en su persecución.

[...] Yo no estaba haciendo las cosas bien. Aunque lo intenté con mucho ahínco, y también intenté el autoaprendizaje, si un autobiográfo ha de ser honesto, tengo que decir que no era honesto en mi trabajo.

Ahora es una charlatanería decir que esto era así porque estaba destinado para hacer cosas mejores. No creo que jamás he tenido el esnobismo de hablar sobre los valores relativos del latín y los mantones, pero en aquellos días de humillaciones constantes, fue un inmenso consuelo para mí, pensar en el hecho que, después de todo, había sido capaz de comprender Los Elementos de Euclides, Los Principios de Smith y varios libros con textos científicos a una velocidad bastante inusual. Ese consuelo se volvió más brillante en mi después de comprobar que era imposible obtener cualquier puesto brillante en esa rama del comercio, o incluso de mantener mi puesto de asistente. Manifiestamente no tenía la más mínima posibilidad de convertirme en un comisionista, en un encargado, en un gerente, en un viajante de comercio o en socio. Oía los cuentos que la gente mayor contaban de la desesperación prolongada, de las dificultades de la "caza de cuna" [= conseguir trabajo] y de las tiendas malas y lo que significaba ser despedido, y cada vez tenía más certeza del camino que debía seguir.

Es posible que mi mente fuera, de todos modos, tras esas ideas, pero la constante estipulación del señor Kay "¡nunca vi a un chico como este!", o "que será de ti", me invitaron a reflexionar: ¿Que sería de mí?.

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