domingo, 4 de septiembre de 2011

Con la Iglesia hemos topado

Ya vimos que HG Wells ya había topado con la Iglesia Anglicana, la oficial y mayoritaria del país, cuya papisa y máxima representante en la Tierra era Su Majestad Británica, la Reina Victoria. También hemos visto en dos entradas anteriores que HG Wells había tropezado desde su más tierna infancia con la Iglesia Anglicana: Sara Wells y HG Wells y el infierno. Pero la abrumadora personalidad de nuestro autor biografiado no se permitió tropezar con una Iglesia. Tenía que tropezar con dos.

Una foto de esta última fase de suspenso crítico sobre la calidad y la importancia del cristianismo aún se destaca en mi mente. Es el recuerdo de una predicación de un predicador popular en una noche de domingo en la catedral católica de Portsmouth. Fue en el curso de una misión de evangelización, y una de las asistentes de la sala de vestuario que jugaba conmigo a ser mi hermana mayor, me había convencido de ir con ella. El tema del sermón fue el extraordinario mérito del sacrificio de Nuestro Salvador, y el horror y el tormento del infierno del cuál Él había salvado a los elegidos. El predicador tenía una voz meliflua y un acento vagamente extranjero, una cara fina e impasible, un ardor en los ojos y una afectación en las manos. Se lo estaba pasando muy bien. No nos ahorró nada de los espantos del infierno. Todo el dolor y la angustia de la vida que conocíamos, cada sufrimiento que él había alguna vez experimentado o sobre el que había imaginado o leído, no era nada en comparación con la desesperación negra e interminable del infierno. Y aún más. Por un momento mi volubilidad me llevó con él, y mi mente entró en asombro y desprecio. Esa fue mi vieja pesadilla infantil de Dios y de la rueda del fuego, el tipo de cosas que me asustaban a los diez años.

Miré a los rostros atentos a mi alrededor, y la gravedad tranquila de mi amiga, y de nuevo posé la mirada en esa figura gesticulante y voluble en el púlpito. ¿Creía ese actor una palabra de las monstruosidades ridículas que estaba derramando? ¿Podía alguien creerle? ¿Y si no, porque lo hacían? ¿Cual era la clave de la profunda y manifiesta satisfacción, la temerosa satisfacción de los creyentes sobre mí? ¿Que se había apoderado de ellos?

Entonces mis ojos y mis pensamientos fueron, con todo el asombro de un nuevo descubrimiento, al edificio lleno de gente en el cual estaba yo sentado, sus numerosas llamas de las velas y las luces de gas, sus columnas en espirales, su altar resplandeciente, la bóveda oscura que había sido hecha para albergar esa horrible fuente de horribles sinsentidos. Me asaltó un temor horrible del cristianismo. No era un chiste, no era nada divertido como El Librepensador pretendía (*). Era algo muy inmenso y formidable. Era un tremendo factor humano. Nosotros, la congregación entera, no nos atrevimos a gritar frente a las amenazas de ese individuo. A algunos de los oyentes, de una manera grotesca, parecía gustarles las cosas horribles.


(*) El Librepensador era una revista satírica que, cuando sus escasos ingresos se lo permitían, compraba el adolescente Wells (Ver la entrada Dudas religiosas).

Mi rebelión, la rebelión de mi mente contra el Dios del infierno en su forma más protestante, había ido tan lejos que aparecía como un duelo. Pero ahora yo sentía atracada mi integridad de un modo distinto, aunque paralelo, por el masivo empuje de la Iglesia Católica, una organización con una gran profesionalidad. Me di cuenta, como si fuese la primera vez, de la amenaza de esos raros hombres, afeitados y vestidos de encajes y enaguas, respondiéndome a través de los gestos de su ritual (*). Me di cuanta de algo terrible sobre ellos. Estaban empujando al mundo hacia una increíble y horrible mentira, y el mundo no hacía ningún intento de resistencia, como yo estaba dispuesto a hacer en esa entronización de la crueldad. O yo tenía que entrar y someterme a esa comunidad, o tenía que declarar a la Iglesia Católica como equivocada, con el núcleo y la esencia de la Cristiandad, con todos sus teólogos, santos, mártires, con sus sucesivos miles de millones de creyentes, a lo largo de los siglos, como equivocados.

(*) No se si es casualidad, pero cuando Wells habla de "hombres raros, afeitados o vestidos de encajes y enaguas" utiliza la palabra "queer", que además de raro o extraño, significa marica o maricón, generalmente en tono despectivo. Pero hay muchos sinónimos de queer en el sentido de raro, como atípico, excéntrico, bizarro, irregular, peculiar, singular, inusual o extraño. Pero como tampoco entiendo del todo los dobles sentidos del lenguaje inglés, lo dejo aquí señalado.

Yo creo que fue la figura de ese predicador iluminado y melifluo lo que me decidió a perseverar en mi obstinación. Las catedrales están mejor en silencio, o cuando despiden música y cantos en extrañas y misteriosas frases musicales. El catolicismo debe implicar todo y afirmar nada, y generalmente lo hace, pero ese misionero llevó el tema a términos concretos y personales. Sus bellas manos me perseguían de modo muy convincente. El hombre era todo un actor.

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